Cuando comencé mi vida universitaria, un periodo que acabó con la consecución de ese trasto que es la licenciatura en Periodismo, me presentaron a Alan Greenspan. Entiéndase, nos explicaron lo que era la Reserva Federal, más allá de lo que nos enseñó la tercera entrega de la Jungla de Cristal. Fue en aquella asignatura de introducción a la economía: quién era su presidente y todo el poder que atesoraba: abría la boca y subía el pan (o bajaba). Fueron pasando presidentes por la Casa Blanca y su silla no se atrevió nadie a moverla hasta que el reloj biológico marcó la hora de la jubilación. A Bush jr le tocó sufrirla.
Greenspan, además de ser el economista más respetado, reputado y poderoso durante casi 20 años, ha sido y es un tipo que indudablemente no tiene otra que caer bien. Más allá de cada subida o bajada de los tipos de interés, ese gesto suyo, de veterano curtido en mil batallas de megacifras enrevesadas, lo que hace es derrochar enorme humanidad, tras esas gafotas sostenidas por otro no menos gran olfato, esas arrugas y esa mira dócil.
Retirado desde febrero de 2006, la publicación de sus memorias lo ha vuelto a poner en boga. Además de un repaso de cómo está la economía en EE.UU, ha practicado lo que se puede decir que es deporte mundial (excepto para muy pocos): poner a Bush de vuelta y media. Como si fuese un jovenzuelo metido en cualquier movimiento social antiglobalización, lo que son las cosas, ha dicho que la invasión de Irak fue por petróleo. Ya lo sabíamos, pero hasta el momento no lo había dicho Greenspan. Y si Greenspan lo dice…
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