Lamentablemente en un estadio de fútbol a un bajo porcentaje de los asistentes se les despiertan los más violentos instintos. Igual lanzan bengalas apuntando a los aficionados rivales o incluso a los propios protagonistas de la contienda, que arrancan butacas, se enfrentan a los agentes del orden o les da por llamar negro a cualquiera de los futbolistas de raza negra que estén jugando.
Ese porcentaje es entrar a un estadio y rebajarse: sacar a relucir su más básicos instintos. Pasó en Montjuïc con los impresentables Boixos Nois y han sorprendido recientemente la negativa de la Federación Inglesa a jugar en el Bernabéu y la sanción impuesta por la UEFA al Calderón. En estos dos casos últimos la reacción ha sido una especie de "yo no he sido" absurda que no quiere ver más allá y no se da cuenta de la compañía de la que se rodea uno cuando entra en un estadio de fútbol.
Me costaría creer que un aficionado a los toros de Madrid en una visita a la Mestranza la emprediera a bengalazos con los señoritos sevillanos o viceversa. Resulta impensable. Como también les resulta algo francamente raro a algunos amigos --los que no han ido en su vida a los toros--, que a una plaza de toros se pueda entrar un botellón en regla --con sus rones, sus gins, sus mezclas y sus hielos-- y allí a nadie le dé por practicar el lanzamiento de botella para intentar abrirle la cabeza al primer subalterno que se ponga a tiro tras marrar un par de banderillas.
Es así: en un campo de fútbol cualquiera es sospechoso de llevar a cabo un acto violento y antideportivo. A cualquiera le manosean el bolso o los bolsillos al entrar, a nadie le dejan beber una gota de alcohol durante el partido y si es agua te la darán destapada. Y ya no digo si vas en manada. En cambio, a nadie se le ocurre prohibir, por ejemplo, la entrada de la tradicional bota hinchada de buen vino a una plaza de toros. A nadie.
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