Sumergirse en la Fiesta sin etiquetas, fuera de los focos, en tiempos de pasión, muerte, gloria y resurrección. De maderos venerados y procesionados. De emoción contenida a pasión desbordada. La Fiesta del toro como enredo monumental y desembocadura irrefrenable. Lo que es. El toro, el pueblo, la bajeza y la grandeza, la emoción excelsa y la chabacanería, la pésima educación y la sensibilidad a flor de piel, la conmoción de tanta verdad en el ruedo o el pasotismo en el tendido, el circo en el que quiere figurar hasta el que menos debe y el teatro de los sueños, el corazón y el hígado, la sabiduría y la ignoracia. La cultura y las Bellas Artes del bien criar toros bravos y del buen hacer el toreo, a merced del pueblo sin más distinciones ni complejos. Todo. La tarde del sábado de gloria en la plaza de toros de Cieza fue todo eso: auténtica y bendita esquizofrenia porque de ella brotó la perfecta excusa para reconocer el toreo, para paladear la bravura y sentir su emoción conjugada.
La tarde y la vida. Todos sus excesos, defectos y virtudes. La de historias que contuvo y abrió de par en par una corrida de toros en algo más de dos horas y media: desde el poniente insoportable, pasando por el gilipollas de turno venga el olé toda la tarde a pulmón lleno, al empresario con cuentas que cumplir con la justica y que espera la fatal llamada a la cárcel o la gracia del indulto, hasta, esta vez sí, por el indulto como premio a la casta excelsa y al toreo sentido en toda aquella vorágine. Contempla Gabriel García Márquez una tarde así y reiventa el realismo mágico. O la ve Picasso y hace otro Guernica, pero con un sentido totalmente opuesto al original.
De todas las historias, una: la de Paco Ureña y 'Estudioso'. Un Victorino herrado con el número 109 y de 505 kilos, cárdeno claro de pelo, bajo de manos, ágil, con pies, fijo, acapachado de cuerna, pobre de cara, bajo de trapío, pero fibroso, sobre todo bravo y de embestida humillada que fue puro lujo. Ureña sublimó el toreo al natural, siempre a más, en serie largas, de cinco, seis y siete. A más el encaje, el temple, el gusto, el ritmo. El mando y la sutilidad, el toque suave, la postura entregada, la pureza en el embroque, el trazo y el remate, velocidad reducida, el pulso detenido, la sensación de eternidad, belleza del toreo. El público, todos los públicos que albergaba la plaza de toros de Cieza, rotos. El albaserrada incansable, los pases de pecho arrebujados, sostenidos por siempre en el aire.
Faena para enloquecer y desgañitarse, en la que el toreo al natural se antojaba una revelación. El toque sutil, la bamba de la muleta sobre la arena, la cintura quebrada y ese vuelo acojonante. La embestida teletransportada por pura emoción: lo que es el toreo. Luego vino la petición de indulto, su concesión, el éxtasis y todo aquello. No hace falta entrar en más detalles: el toreo y la bravura se habían impuesto.
Sucedió en Cieza un sábado de gloria (así podría empezar el cuento).
La corrida de Victorino Martín, quien hace poco ha sido reconocido con la Medalla al Mérito en las Bellas Artes por criar toros así precisamente, tuvo raza, emoción y mucho interés. Desigual y siempre a la baja en trapío --lo propio en plaza de tercera--, su bravura se palpó en los turnos segundo y tercero, mas la casta predominó, y de seis embistieron seis. Un punto negro, la falta de fuerza del primero, que tendió más a defenderse. Exigieron temple y sitio. Paco Ureña cuajó una tarde redonda. Faena memorable al indultado, 'Estudioso', y pulso con el noblón sexto, al que le faltó chispa en los finales, pero que le permitió Ureña reinvindicar de nuevo su zurda y enseñar que también es capaz de volcarse --literalmente-- con decisión sobre el morrillo.
Ferrera estuvo solvente, capaz y a la altura de las teclas que presentó su lote. Se le concedieron un total de cuatro orejas. Un exceso. De nota fue 'Medianejo', segundo de la tarde. Si le dan la vuelta al ruedo no hubiera pasado nada. Toro con poder, casta y cosas de bravo. Por el derecho embistió a ralentí, por el izquierdo tendió a rebozarse demasiado. Como todos, recibió un único puyazo. Tal vez necesitó otro. Al quinto Ferrera le dio las pausas necesarias para ligar muletazos muy de uno en uno en faena vistosa y breve, con tira y afloja con la banda incluido y a la que prohibió tocar. Porque resulta que no es de recibo que a la mínima que el victorino le puso en un aprieto a Ferrera, los músicos, como asustados, parasen en seco el pasodoble. No se dio coba más allá de lo necesario. Buena estocada.
Uceda Leal tiró excesivas líneas en faenas de factura muy tropezada con las que no consiguió imprimir mando ni muletazos de seda. Ni al blando primero ni al basto y grandón (590 kilos) cuarto, que pidió eso: suavidad en las telas y confianza en el pulso. Lo mejor lo hizo sobre la zurda, pero ya muy al final de ese trasteo. Con una oreja de cada animal Uceda también se apuntó al final triunfal.
La última procesión de Cieza fue numerosa. Todos a hombros: Ureña por bordar el toreo, el ganadero Victorino Martín por criar toros como debe, Antonio Ferrera, Uceda Leal, el mayoral de la ganadería e incluso el empresario (y retirado maestro en el arte del bien torear), José Ortega Cano, que tomó desde el inicio demasiado protagonismo en la tarde. Por su situación y por respeto al espectáculo que muy acertadamente había programado en Cieza (los casi tres cuartos de entrada, unas 4.000 personas, así lo corroborán), debió mantenerse en un plano más discreto. Pero la farándula lo tiene absorvido y pisó en exceso el ruedo (bien que le brinden, ¡pero que salga al tercio a saludar la ovación tras romper el paseíllo?), dejándose ver. Y no, no se trataba de de indultarle a él y menos de sacarlo a hombros. Por su bien y por el de la Fiesta. Amén.
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