En el vomitorio del tendido ocho de la plaza de toros de Valencia, en plena solana, mientras se iba intuyendo el final del primer tostón de la novillada del ilustre hierro de Mariano Sanz, que lidiaron, digo mataron de aquella manera, los no menos renombrados José Carlos Venegas, Francisco Montiel y Miguel Giménez, dentro de esa oportunidad que se conoce como “Camino a matador de toros”.
No era precisamente por el tremendo calor, ya en el primero hubo quien se pilló un cabreo guapo. Un caballero, al que se le suponían todas las buenas intenciones para disfrutar de la tarde no hacía ni veinte minutos, cuando el paseíllo, apoyado en la barandilla del vomitorio correspondiente al tendido en cuestión, veía al animalejo derrumbarse una y otra vez. Conforme se sucedían, voceaba más y más dirección al palco.
Perfectamente, la indignación y la emoción se combinaban en la persona del caballero. Le indignaba el espectáculo y la pasividad del palco tanto que no acaba de creérselo aunque suceda tan a menudo. En cambio, las extrajeras que le rodeaban, cuatro o cinco de buen ver y de todos los colores, con el calor que hacía, le ponían a la tarde la emoción que ya en el primero quedó claro no iba a llegar del ruedo.
Eso, no habían transcurridos ni veinte minutos, y el caballero estaba ya en su salsa y había abandonado definitivamente el espectáculo que sucedía en más abajo. A carcajada limpia con sus dos amigos, de paso les daba fiesta a las vecinas de localidad; vio entonces que otra cuadrilla más de extrajeras intentaba tirar escaleras arriba.
- ¡Déjalas subir, hombre! –decía nuestro protagonista mirando hacia el hueco del vomitorio del ocho.
Y allá que volvía ya con la camisa desabrochada dejando ver la interior de tirantes, “¡pero déjalas que suban!” Igual que la invalidez que había en el ruedo, también había calado rápido el percal: tres rubias de esas que a Valencia sólo puede traer la America’s Cup. No tuvo más remedio, que dirigirse personalmente al aposentador.
- Pero hombre, déjalas subir. Total, el reglamento qué más da si ya ni el presidente lo cumple.
Se encaró el portero con él. El bendito sólo tenía intención de cumplir con su trabajo y hacer esperar a las rubias allí, en pie. Así lo expresó y así hizo: "que el presidente haga lo que le de la gana, pero yo haré bien mi trabajo".
Así hasta que acabó el tostón para dar paso a otro, momento que aproveché para irme en búsqueda de la sombra. En el sol, allí sobre la barandilla del vomitorio del ocho se quedó el caballero más acompañado todavía. Seguro, fue el único que disfrutó la tarde del pasado viernes.
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