La corrida de Garcigrande, cualquier alma, por cándida que fuese, torcía el gesto al verla anunciada en los carteles de las Corridas Generales de Bilbao. Pero en el fondo casi como que daba lo mismo, la plaza se llenó y no hubo más remedio que remendar el encierro con dos de Ortigáo Costa, que cuando les tocó pisar el albero era demasiado tarde y tampoco, ni mucho menos, iban a solucionar nada, aunque el sexto, que hizo cosas de bravo, optó por guardarse su pujanza para los restos.
Impresentables, entiéndase, para Bilbao fueron los dos primeros. Unas raspas. A la primera Enrique Ponce le hizo un saludo breve y templado y en la primera vara se le sangró bastante. Luego se acabó enseguida y Ponce se lo quito de en medio de pinchazo tendido y descabello.
La segunda, aunque anovillada, tenía bonitas hechuras, cómodas en todos los aspectos. En el mismo saludo tras varios lances, la confianza le llevó a Sebastián Castella a probar por chicuelinas y por poco es arrollado. Luego no hubo orden ni concierto y el toro tomó hasta tres varas por su cuenta y riesgo, sin emplearse. Canta nobleza por el izquierdo en banderillas y Castella inaugura la faena con tres cambiados por la espalda y continua a diestras resaltando los remates de dos series, de pecho y cambio de mano, precisamente por ese pitón izquierdo, y sobre todo la quietud y el ajuste. Por contra, el temple no fue siempre exacto. De la estocada salió rebotado y todavía necesitó de un descabello. Oreja.
El tercero no fue una raspa, pero sí horroroso. Se suele equivocar cualquiera cuando se enamora de un toro, al revés también, pero hay veces en las que la apuesta es segura: ese toro, colorado claro, alto, corto y regordío, sin formas, era imposible que fuese bravo y que embistiese. Así fue: descastado e inválido, se derrumbó al primer muletazo y José María Manzanares, al poco, se fue a por la espada. Dejaría cinco pinchazos y descabello. La verdad es que no fue su tarde a espadas.
Cuajo de toro, por fin, lució el cuarto, también mayor fijeza y celo por las telas, pero acabó comportándose cual mulo: embistió cansino y con la cara alta. Pases a diestras e intento de natural al hilo, sin molestar, precedieron al pinchazo y a la estocada caída y trasera con los que Ponce rubricó su doble cita con Bilbao.
El quinto ya era del hierro portugués de Ortigáo Costa, así, grandón, le permitió a Castella salirse a las afueras a la verónica. De la primera vara se salió perdiendo las manos, cabeceó en la segunda y también fuera. Planeó dos veces por el izquierdo en la capa de Molina, justo hasta que empezó a dolerse de las banderillas.
Clara la justeza de casta, protestó las primeras series en redondo de Castella, que lo intentó al natural y levantó el vuelo de la faena en la cuarta serie, de nuevo en redondo. Con la diestra Castella tiene mucho poder, no hay comparación con la zocata, que suele mover las telas más destempladas. Metido entre los pitones, en redondo, se lo pasó muy cerca el de Beziers y bajó la mano. Valor del que asusta, ligando los muletazos en un palmo, el único espacio de terreno entre toro y torero. Volvía a poner de acuerdo a Vista Alegre. El metisaca, la estocada casi entera y el descabello dejaron el premio en ovación.
El sexto fue lo que se dice un toro nada asomó por chiqueros. Serio, con hechuras, trapío, bajo de manos y un pitón izquierdo afilado. En sus dos encuentros con el caballo metió la cara abajo y Juan José Trujillo se desmonteró tras parear. Se intuía que iba a ocurrir el entendimiento entre toro y torero, pero fue todo lo contrario. El toro, o bien porque nos había engañado y casta y bravura se le esfumaron en un santiamén, o bien porque decidió quedárselo todo para él para los restos. La cuestión es que se paró y dijo hasta aquí y Manzanares desistió. Dos pinchazos y estocada desprendida, el final. Acertaron los que torcieron el gesto.
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