El Mundo lo he acabado hoy tras poco más de una semana de lectura. Desde el mismo día que le dieron el premio Nacional de Literatura a su autor, Juan José Millás, el libro lo hemos compartido mi madre y yo. Por ejemplo, yo lo podría haber acabado el pasado fin de semana si lo hubiese llevado conmigo, pero se lo dejé a ella. La novela es tan sumamente personal que a veces da pudor leerla o a veces te obliga a atender de forma tan continuada que no encuentras el momento para dejar de leer y cortar la confesión del autor-protagonista, porque crees que le harás un feo. Y hasta el punto de que una vez la has acabado tienes la intención de volver a ella para leerla con diferente actitud o comprobar al menos si eres capaz. Le preguntaré a mi madre, a ver qué opina ella.
Durante la lectura mantuve la idea de que el principio de El Mundo me recordaba al García Márquez que comenzaba Cien Años de Soledad: el bisturí eléctrico que cauteriza la herida en el momento de producirla --continua metáfora para Millás-- me trajo a la memoria el hielo que recordó el coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento y que un día le llevó a conocer su padre. La casualidad luego ha sido que Márquez aparece en las últimas líneas de la novela a través del recuerdo de una fotografía.
Millás juega con toda la magia o con la capacidad crear y adentrarse en la irrealidad desde pequeño y sin tapujos va contándonos los avances de los que es capaz y lo que ha ido comprendiendo, como cuando suelta esta frase tan redonda como rotunda: "Entonces compredí de súbito que uno se enamora del habitante secreto de la persona amada, que la persona amada es el vehículo de otras presencias de las que ella ni siquiera es consciente"; como aparentemente sincera, porque eso es lo que desprende la novela --¿novela?--, tanta sinceridad que la ficción ni se ve.
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