La segunda corrida a pie del abono de las Corridas Generales bilbaínas, tercera en realidad contando la de rejones que inauguró el ciclo y a la que aquí no se le ha hecho mención hasta ahora, se conformó de detalles, unos con más “molla” que otros. Porque la corrida de El Pilar, con muchas caras eso sí y alta, por mansa y desordenada de movimientos no puso las cosas fáciles a ninguno de los tres diestros, y quien quiso tuvo que poder mucho. Como por ejemplo Manzanares, Luís Bolívar en el sexto, y César Rincón sobre la campana, en su despedida de Vista Alegre aurresku de honor incluido.
No fue un derroche lo de Manzanares porque esa palabra connota esfuerzo y al mismo tiempo desgaste, más bien podríamos hablar de capacidad, plena confianza, inteligencia y valor. Un esfuerzo, por supuesto, que no desgaste. Quiso y pudo. Este Manzanares, crece. Ante las espabiladeras de su primero, segundo de la tarde, que empujó en varas pero que luego quedó justo de fuerzas, le piso terrenos de compromiso hasta conseguir ligar, firme y templado, el toreo en redondo hasta detrás de la cadera. La faena, claro, fue viniendo a menos: el escaso celo del pitón izquierdo se contagió al derecho.
Al sexto, fue Luís Bolívar convencido. Quería y acabó pudiendo. Tocó todas las teclas se podría decir hasta encontrar por dónde era. Manso y sin interés no estaba por la labor de embestir, menos si tropezaba con las telas en los primeros compases, el también colorado –como quito y primero- de El Pilar. Adentrados ya en ese ir y venir, sorprende la faena con una serie templada y de mano baja en redondo, con la embestida descolgada del animal. Bolívar podía, vendrían un par más con la distancia como secreto. Alegrando al toro en su arrancada, uno de las flores, un molinete, y ligado el toreo en redondo, cargando la suerte. La mansedumbre de este de El Pilar quería eso, distancia, y hasta así fue el epílogo de las manoletinas, y el toro arrancándose. La estocada, perdiendo la muleta, fue cobrada con el corazón. Oreja.
El cuarto tuvo otra constitución, no tan descarado de cuerna, pero igualmente serio, estaba hecho hacia abajo, hondo y con cuello. Empujó de bravo en el primer encuentro, fijo y metiendo la cara bajo el vientre del equino, pero luego por el derecho cortó siempre el cuarteo por el derecho. La faena de muleta de Rincón tuvo dos mitades marcadas por la lluvia y la decisión. Incertidumbre en los primeros compases tras unos doblones que le llevaron casi hasta los medios, la lluvia arreció y el maestro colombiano tuvo que hacer una pausa porque el toro únicamente prestaba atención al jaleo de los tendidos que manipulaban chubasqueros y paraguas. Fue luego cuando Rincón se transfiguró, se encajó de riñones, puso la muleta por delante, asentó la planta y cuajó dos series de mando y poder a las que respondió la casta del toro. Luego, el susto, la voltereta cuando se perfilaba para matar, la estocada y la ovación que Rincón recibió entrebarreras. Seguro que no estaba del todo conforme.
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