Viendo a Diego Urdiales, me acordé de José Calvo y me acordé de Tomás Sánchez. Ya se lo he dicho a Pablo. La oportunidad y dos toros de Carmen Segovia de gran importancia en San Isidro y demostrarse totalemente capaz en ese escenario.
Diego Urdiales primero me sorprendió, es lo que pasa con estos toreros que aunque toreen de uvas a peras, el toreo les rebosa y lo vierten todo a la mínima oportunidad. Pero luego, Urdiales me hizo disfrutar como un crío. El que abrió plaza fue el toro ideal para encumbrarse.
Urdiales tuvo primero que ahuyentar fantasmas para luego hacer el toreo. Me gustó en el primero y en el segundo, sobre todo, al natural en los dos. Porque se empeñó el torero en hacer el trazo perfecto, arrastrando la muleta muy baja.
Pinchó no una ni dos veces al primero, por lo que la prueba se alargaba al cuarto; la gloria tenía que esperar al torazo enorme e imponente. 645 kilos con casta. La faena creció en la inteligencia y el respeto de la distancia y transcurrió muy despacio, al ritmo templado de cada muletazo. Esta vez la estocada fue a ley y en todo lo alto. Diego Urdiales saboreó la gloria, pero sabe que hay más.
La suerte le deparó a Urdiales dos buenos toros, que muy poco tuvieron que ver con el resto, exceptuando al sexto. Fernando Cruz, muy ausente de la lidia a su primero, no tuvo más que problemas con uno y otro. Mientras que El Capea, incapaz de mostrar cualquier signo de distinción, fue la vulgaridad vestida de luces. Su primero no, pero el sexto embistió según sus hechuras con nobleza y largura. Por el izquierdo un primor, El Capea no hizo una sola vez el toreo y trató de taparse pegándose un arrimón que no venía a cuento. Tal vez no sepa que el toreo necesita de distancias, las que siempre respetó Urdiales en su triunfo.
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