
Durante la lectura mantuve la idea de que el principio de El Mundo me recordaba al García Márquez que comenzaba Cien Años de Soledad: el bisturí eléctrico que cauteriza la herida en el momento de producirla --continua metáfora para Millás-- me trajo a la memoria el hielo que recordó el coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento y que un día le llevó a conocer su padre. La casualidad luego ha sido que Márquez aparece en las últimas líneas de la novela a través del recuerdo de una fotografía.
Millás juega con toda la magia o con la capacidad crear y adentrarse en la irrealidad desde pequeño y sin tapujos va contándonos los avances de los que es capaz y lo que ha ido comprendiendo, como cuando suelta esta frase tan redonda como rotunda: "Entonces compredí de súbito que uno se enamora del habitante secreto de la persona amada, que la persona amada es el vehículo de otras presencias de las que ella ni siquiera es consciente"; como aparentemente sincera, porque eso es lo que desprende la novela --¿novela?--, tanta sinceridad que la ficción ni se ve.
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