Volvió en apariencia la normalidad tras la triunfal y triunfalista tarde anterior de la efeméride poncista y la rotundidad de El Juli. Digo normalidad o podría decir una corrida de toros, simplemente, con su suficiente seriedad y variados matices como para mantener interés toro a toro.
Porque eso es una corrida de toros: cuando todo realmente depende de lo que entrega o se guarda su gran protagonista, el toro. Y los de Alcurrucén, muy fieles al protocolo del encaste núñez, dictaron el contenido de la tarde. Predominó la mansedumbre, pero también el carácter, la casta. Y enfrente tres espadas que tuvieron que solventar y superar problemas.
Ahí los jóvenes Luque, que pagó con sangre su exceso de confianza, y Pinar sacaron tajada, mientras que El Cid, por muchos intentos, no acabó por reencontrarse.
La corrida de Alcurrucén fue una corrida cinqueña en su mayoría, fina de hechuras, muy vareada y con leña por delante. Astifina. El primero, con trapío y ofensivo, aguantó con la boca cerrada tras dos puyazos y un par de quites. Ahí enseña que por el izquierdo embiste humillado, y por ahí le da El Cid al natural.
Va a más, sobre todo el toro. La series de naturales crecen en intensidad. El segundo de cada tanda de muletazos sale con sabor, rebozado, largo, intenso. Pero en el tercero se echa de menos el paso adelante de El Cid para que todo cobre importancia. Luego lo desarma, pasa a la derecha y recurre al efectismo de los circulares. El argumento definitivamente se había diluido. Mató de casi entera desprendida, escuchó un aviso y todavía necesitó de seis golpes de descabello.
Otro cantar el segundo. Manso, abanto y espabilado. Enterándose. Uno de Alcurrucén estrecho de sienes y veleto. Por su cuenta recibe tres varas sin fijeza alguna ni celo. Luque intenta el quite y al tercer lance que medio repite, se le para en mitad de la suerte. Nada claro el tal 'Caprichoso'.
Daniel Luque, en pleno asalto a la cumbre del toreo, se propone desegañarlo. Valor, quietud y temple. Sobre todo en redondo. Una serie tras otra. El intento al natural no sale. El toro se defiende. Vuelve a la diestra, le hace el toreo más despacio todavía, se llega a gustar, la sensación de dominio es evidente, el toro embiste pastueño. Abusa de los remates y cuando venía el del despreció o ayudado por abajo, el hueco suficiente y la cornada seca y certera. Luque estaba herido, pero todavía tendría arrestos para una esforzada serie más, para dejar una habilidosa estocada, finiquitar de dos descabellos, y luego por el callejón pasar a la enfermería.
Muy importante fue la actuación de Rubén Pinar con el tercero, y también el conjunto de su tarde. Ese tercero, que se tapaba por las puntas, fue protestado por su baja presencia, echó las manos por delante y se mostró reservón y escarbador. El quite por ceñidas chicuelinas abrió una rendija de luz. En banderillas, la cara arriba.
Rubén Pinar dio una lección de firmeza y temple. Una faena muy asentada, de amplio conocimiento y aguante. De poder, porque al manso encastado hay que someterlo, no dejarle desarrollar y echarle la mano abajo sí o sí. La faena ahí quedaba, a Pinar se le había visto incluso crecer dos palmos como torero en València. Y luego ortros dos más con el quinto.
Otra examen que el de Tobarra supera doblándose en el inicio de la faena de muleta y luego aguantando con valor las tarascadas y rebajando con temple el impetu de las primeras arrancadas. Es el mando, el que Pinar sacó a relucir ante la casta de los de Alcurrucén. Y como a este sí le metió la espada, obtuvo una merecida oreja tras una tarde de enorme dimensión.
El Cid cuando más apuntó fue en el cuarto, toro sin gracia que no se definió hasta el último tercio para ir y venir con largura y cierta entrega. En varias series en redondo y al natural El Cid reverdece el toreo caro que atesora, pero entre imprecisiones se diluye, la faena no acaba de cuajar y con la espada lo estropea más y además acaba lesionándose en la cara.
Tener que lidiar el sexto no era ningún favor, y más como salió: el más manso y retraído de los seis. Siempre con el hocico entre las pezuñas, escarbando, reservándose y pensándose cada arrancada. Una auténtica papeleta ante la que El Cid no se die coba en exceso y a este sí, aunque se antojaba complicado, le metió la espada hasta la bola.
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