AYER EN EL PAÍS...
En efecto, del Costa Concordia se decía lo mismo que de nuestra
banca: primero, que era imposible que un buque de esas características
se hundiera; segundo, que, de hundirse, era imposible, dados sus
modernos sistemas de salvamento, que hubiera víctimas; tercero, que, de
haber víctimas, la primera sería el capitán. Pero resulta que se hundió,
que hubo víctimas y que el capitán salió por piernas abandonando a los
pasajeros a su suerte.
Nos dijeron que era imposible que nuestra banca tuviera problemas;
que, de tenerlos, era imposible que hubiera víctimas; que, de haberlas,
las primeras serían sus directivos. Pero nuestra banca tuvo problemas,
hubo víctimas y los directivos fueron los primeros en abandonar la nave
con indemnizaciones millonarias. La diferencia entre un asunto y otro es
que el capitán del Costa Concordia está preso mientras que los
capitostes de los bancos encallados o hundidos se encuentran en paradero
desconocido, disfrutando del dinero que se llevaron al tiempo de gritar
sálvese quien pueda.
Dinero de nuestras comisiones, claro, pero
no solo de ellas. Durante los llamados años de bonanza vendieron
productos bancarios incomprensibles a personas que confiaron en el
director de la sucursal de su barrio y que ahora han perdido todos sus
ahorros; concedieron a sus clientes más vulnerables créditos que no
podrían devolver a sabiendas de que no los podrían devolver,
prevaricando hasta el paroxismo, signifique lo que signifique paroxismo;
sobrevaloraron los inmuebles por los que se otorgaban las hipotecas,
infravalorándolos luego a la hora de ejecutarlas. Realizaron, como el
capitán del Costa Concordia, todas las maniobras desaconsejadas
por los manuales de navegación y fueron los primeros en ocupar los botes
salvavidas. Fiscales, jueces, defensores del pueblo, ¡suban a bordo y
hagan algo, coño!
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