19 de marzo de 2008. Toros de Juan Pedro Domecq para Enrique Ponce, José María Manzanares y David Esteve.
Enrique Ponce no quería que se le escapasen las fallas, ni tampoco que nadie le hiciese sombra, por eso el día de la cremà, cuando dos días antes había dejado una gran obra, se propuso arrasar con todo. Enfrente una corrida de Juan Pedro Domecq, pobre y anovillada, engordada y sin trapío, tonta y bonancible.
Todo podía ser tras presenciar al primero, la faena inventada de Ponce al natural, un toque, la muleta al morro, el temple, luego otro y luego otro que parecía que iba ligado al de antes. El mulo por el que nadie apostaba un céntimo de euro, embestía y con cierta clase. Ver para creer, Ponce cortó una oreja tras aviso y estocada, y conforme fue avanzando la corrida, animalejo que se veía corretear y que caía en manos de Manzanares o de Esteve, mascullando decían los aficionados, "si le llega a tocar a Ponce".
Así hasta el cuarto, que era para Ponce. Coraje se llamaba, de pelo jabanero. En los límites, pero noble y de buena condición, mostró vitalidad y afán por embestir. Sólo se derrumbó en el inicio de faena, que por cierto, bonito detalle, brindó al público y al más veterano y viejo abonado de la plaza.
Se derrumbó metiendo los pitones en la arena, y el derecho se lo abrió por la punta -sí, sospechen y acertarán-, y a partir de entonces Ponce empezó a recrearse. Maestro, con suficiencia apabullante, en redondos, templados, relajados. La belleza al servicio del toreo, o al revés que tanto da. Igual al natural. Faena recogida, templada, estalló para la historia cuando Ponce flexionó las rodillas de espaldas al toro, presentó la muleta y por aquí, excelso muletazo, porque tal vez no hubo otro ni tan largo ni tan templado, se lo pasó por la barbilla, a dos centímietros de la rótula flexionada y cambio de mano para rematar al natural. La plaza cuando aquello acabó despertó loca de atar puesta en pie. Y lo repitió cuatro veces más, muletazos eternos, flexionando la pierna contraria, templados y emocionantes. Se empezaba a hablar en los tendidos de que podía caer el rabo, pero la historia se quebró, vinieron dos pinchazos, una estocada y dos descabellos, pero nadie quisó que esa faena se quedase sin el premio de la Puerta Grande.
Tal vez Manzanares se hubiera vendido al diablo para tener un mínimo porcentaje de las virtudes de Ponce para darles faena a sus dos toros exentos de emoción y casta nulos en apariencia para la acción de embestir. Lo intentó José María Manzanares, pero todavía no es mago. Lo mejor de su actuación, la estocada al seundo de la tarde enterrada hasta la bola por el hoyo de las agujas.
David Esteve tenía su oportunidad justo un año después de recibir la alternativa en idéntico cartel. Variaban los toros, que en principio suponían una garantía. Pero ni mucho menos, su primero cazaba moscas por el derecho, por donde se le coló en el recibo y lo levantó del suelo al iniciar la faena de muleta. Pero Esteve tiene valor, está probado y ni se miró, pero la procesión iba por dentro. Fue al natural, pero muy tropezado. Y a la hora de matar otro trompicón, porque tenía que ser así si se quería meter la espada. Esteve, cosas del valor y de la falta de rodaje, no tuvo inconveniente en dejarse dar.
Peor sería con el sexto ya que Juan Pedro no debe sacar muchos toros bravos en cada camada, y éste, de nombre Idílico, fue uno. Bravo y con clase en el caballo, fue una locomotora. Buenos fueron los doblones de inicio recetados por David Esteve, pero luego el temple apareció en muy contadas ocasiones, con lo que el toro acabó por desengañarse.
La plaza, Valencia, cubierta por una nube de pólvora, se rendía una vez más a escasas horas de la cremá al magisterio de Enrique Ponce, que se marchaba por la Puerta Grande una vez más tras arrasar con todo.
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