Ese mechón --el único, el suyo, maestro-- para los aficionados de esa generación cuya infancia navegó por los ochenta, nos enseñó el respeto y despertó la admiración hacia el torero y el toreo. Usted ya había forjado un puntal imporante de todo aficionado. Y luego ya vendrían los demás.
Se fue y siempre volvió. Volviendo y revolviendo al toreo como si de una labor social se tratara. La primera vez que le vi en directo primero escuché los olés. Era el año 1992, el festival homenaje a su amigo Manolo Montoliu, a quien un toro había matado justo un mes antes. Ya había desplegado su capa mientras todavía recogía las entradas, y los olés se salían de la plaza de toros de València.
Por entonces ya formaba parte de todos gracias a la radio y la televisión. Hablaba como era y hacía. Le gustaba viajar y llegar de noche las vísperas de corrida. La hora torera lo llamaba. Y lo comprobé una vez.
Recepción del hotel Los Pinos de Benassal. Medianoche pasada. Mis padres y yo conversábamos con los dueños antes de retirarnos. Y en eso se abrió la puerta, y apareció usted, su mechón y un bulto pequeño. No hizo falta nada. "Buenas noches", "buenas noches". Matilde le dio la llave y tomó el ascensor. Ahí va un torero. ¿Sería 1993? Al día siguiente, toreaba el festival en la Maestranza del Maestrazgo. No me acuerdo de cómo estuvo, sí de que no paró de atender las vicisitudes de la complicada lidia del último novillo a cargo de un jovencísimo Rafaelillo que las pasó algo canutas.
Luego le entrevisté para un trabajo de clase, ya en la facultad cuando todo estaba más ordenado y la afición bien sujeta. Aproveché que venía a Castellón a torear otro festival. Contacté a través de Moncholi. Nos citamos en el hotel Mindoro. Pregunté en recepción esperando que el encuentro fuera en la cafetería, pero no. Me permitió subir a la habitación.
La puerta entreabierta. "Pasa, pasa" y allí estaba: descalzo, en bañador y camiseta, con el tabaco delante. La entrevista no debía durar más de tres minutos y medio nos había dicho el profe de radio, Jesús Saiz. Comentamos, nos pusimos a hablar, encendí la grabadora ni miré la hora, la paré cuando me pareció, el trabajo habría que repetirlo con cualquier otro personaje, y seguimos conversando un buen rato y fumando. "Quieres tabaco"; "Vale, gracias". Y me dijo: "Habría preferido que me dijeras que no".
Antonio Chenel Albadalejo: Antoñete, ¡torero! Un concepto hecho carne, pura vida por y para el toro. Con todas sus virtudes y defectos, un ejemplo en todos los sentidos. Valor sereno, torería y conocimientos.
Y ahora, la eternidad del toreo. Se lo ha ganado a pulso, maestro.
PS: Con el corazón hoy estaremos todos en Las Ventas en esa última salida por la Puerta Grande.
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