Son tiempos difíciles para la afición al toro, estigmatizada y perseguida en Ecuador. La decisión de soportar el desprecio absoluto a la muerte del toro en el chiquero no es fácil. Cualquier disyuntiva duele. Pero antes que abandonar hay que aferrarse a lo que se tiene y defenderlo con razones.
De las mejores reflexiones que se han leído en estos días sobre lo que allí sucede es el retrato de Paco Aguado en el artículo 'Quito, toros en la clandestinidad'.
Vía :: Altoromexico.com |
(...) Hay miedo entre los taurinos y miedo en los anunciantes a manifestarse a favor del espectáculo, a ser identificados con una actividad estigmatizada por un gobierno autoritariamente democrático. Hay miedo a las represalias, miedo a los ataques, miedo a resultar perjudicados si se les señala desde el poder.
Desde hace un par de años la policía vigila férreamente para que los menores de doce años no entren a la plaza, pero el gobierno mira hacia otro lado ante los cientos de criaturas que piden limosna en los semáforos.
Y las principales cadenas de televisión ya no emiten programas de toros. Aquellos largos y lujosos resúmenes de las corridas, que ya fueron desplazados por el nuevo gobierno a avanzadas horas de la noche, han salido de la programación, por prevención y por falta de publicidad. Y también de las grandes cadenas de radio. Sólo los periódicos –principalmente HOY y El Comercio-- se han atrevido a ofrecer información de estas corridas mutiladas.
Muchos conocidos taurinos ecuatorianos han decidido esta feria no asomar por los tendidos. Y no por rechazo a la imposición gubernamental sino por temor a perder empleos o negocios relacionados con el estado ecuatoriano, que sigue trabajando arteramente para perjudicar la celebración de los festejos, por ejemplo, impidiendo que el rejoneador Rui Fernandes pudiera desembarcar sus caballos en territorio ecuatoriano en base a unas puntuales y extrañas medidas sanitarias.
Sí, el temor tiene fundamento porque incluso algunos de los más significados activistas por la integridad de la corrida llevan desde los días previos al referéndum siendo investigados y vigilados, cuando no amenazados veladamente, por mantener su posición contra viento y marea.
En esa lucha semiclandestina y desigual por cambiar las tornas, frente a las coacciones y los insultos, los aficionados quiteños no sólo se sienten perseguidos sino que también tienen una desalentadora sensación de soledad y de incomprensión por parte de quienes deberían haberles apoyado o al menos alentado en la batalla, sin dobleces ni posturas forzadas por intereses ajenos al verdadero objetivo.
Saben estos taurinos de las catacumbas quiteñas que, en estas duras circunstancias, lo importante es seguir resistiendo y ofrecer una imagen de solidez que lleve a Correa a pensárselo dos veces antes de continuar con su ataque premeditado contra la Fiesta. Y que lo inteligente es que el espectáculo, aunque mutilado gravemente, siga vivo y con los tendidos llenos de gente joven, esperando hasta que las espadas de acero puedan volver a salir de los fundones. Porque tienen claro que, así las cosas, la supresión de la feria hubiera creado una situación de no retorno.
Saben también los aficionados de Quito que, pese a la furibunda campaña del correísmo durante el referéndum y pese a que por imperativo legal no se les dejó contrarrestarla con medios suficientes, fueron casi cuatro millones de habitantes, prácticamente la mitad de la población de Ecuador, los que votaron en contra de las intenciones antitaurinas del gobierno. Y que en esa cifra incontestable está la verdadera fuerza taurina de un país que, fuera de la capital, sigue celebrando cientos de festejos con absoluta normalidad. Esa es la realidad que les mantiene en pie.
Pero para saber esto hay que estar allí, constatar la situación en primera línea y escucharlo de boca de sus protagonistas. Se trata de ampararles en la lucha, de aportar argumentos en los medios, de dar la cara con orgullo y no de despreciarles desde la ignorancia dando una penosa imagen de desunión frente al satisfecho enemigo.
Pero, sobre todo, se trata de no juzgar gratuitamente desde el sillón de casa lo que ni se conoce ni se sabe. De no decir tonterías a tantos miles de kilómetros de distancia.
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