Se llama José Calvo. Los aficionados en Valencia saben de sobra quién es y cuál su talla de torero. Enorme, en el fácil y en el imposible. Valiente y artista, todo bajo la misma piel morena de torero. Lo de hoy tiene que valer. Valdrá. No importa la oreja, aunque si el presidente Agustín Colomar hubiese sacado el pañuelo para conceder la oreja que le abría la puerta grande, aquí no habría pasado nada.
Pero hay que medir la tarde como lo que ha sido, como la cuajada por Calvo, de esas que le abren paso a un torero, cuentan y suman. Se hablará, y mucho. Y dará que hablar a quienes todavía no le conocen. Ábranle todas las puertas a este Calvo, que él ya hará el resto. Es capaz.
José Calvo había estado templado y torero en su faena al segundo de la tarde, un tío con cinco años que acusó flojedad de remos, pero que la buena lidia de Alberto Martínez y el temple de Calvo lo hicieron romper, confiado, siempre adelante.
En torero, de esos que se distinguen ya nada más abrirse de capa, fue la primera impresión. Se confirmaba su estado. La suavidad de las verónicas yéndose a rematar más allá de las rayas, el primer toque.
El toro se cuidó en varas, maldita la gracia, pero era necesario. Después, la brega de Martínez y los pares de César Fernández, que saludó montera en mano –como ayer también lo hizo Montoliu.
Con los cinco sentidos en la faena, tras la primera serie, de tres y el de pecho de temple exacto, mandó callar el matador a los aconsejadores de callejón. Dominaba la situación, firme y perfectamente asentado. Ligó dos más sobre la diestra, toreo maduro y gustoso. Lo mismo al natural, llevando al toro en su viaje hasta el final del muletazo. La estocada, en lo alto, la cobró a cámara lenta marcando los tiempos. La oreja la paseó exultante.
El quinto fue un inválido y como tal volvió a los corrales. Y bien devuelto, el sobrero también de María Luisa Domínguez, fue un marrajo que siempre llevó la cara por las nubes, le permitió al torero crecerse y dejar clara toda su dimensión. Había que enseñar al Calvo valiente, para despejar cualquier duda.
El toro se puso imposible en el tercio de banderillas, que acabó con sólo tres palos prendidos en sus lomos y once sembrados en el albero. Así era la papeleta. Calvo quiso imponer su ley doblándose por abajo, pero a la que intentó el toreo en redondo con la diestra le apuntó la cornada al muslo. La muleta a la zurda. Por imposición Calvo consiguió el imposible tras dos tandas en las que el natural parecía una quimera, Y el toro descolgó. Ahí estuvo su victoria y el techo de su tarde. Y así, en la cercanía le obligó al toro a embestir por abajo en cada natural cargado de peligro y emoción.
Pinchó al primer intento, a la segunda se metió entre los pitones, se jugó la cornada en el vientre, y le metió un espadazo, algo contrario y perpendicular. A la plaza, llena en su mitad y hecha un clamor, le daba igual, y cuando el toro dobló pidió la oreja. Merecida, claro. Objetivamente, la pondremos en duda. Pero lo que es una verdad como un puño es la dimensión de Calvo, toda la torería que atesora, y que esto tiene que valer. Valdrá. Ni qué decir, la vuelta al ruedo que dio es de las que saben a gloria.
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