25 septiembre 2007

en la despedida de césar rincón

César Rincón se despidió el pasado domingo. En Barcelona, tal vez fuera una necesidad. Su Madrid quedaba a estas alturas demasiado alto, allá donde él mismo se encargó de dejar la historia. Las cuatro puertas grandes continuadas, la bravura de aquel Bastonito de Baltasar Ibán, la de 1995 y la más reciente de 2005: el premio al maestro, que todavía dio un ejemplo más en su última Feria de Abril con aquel sobrero de Torrestrella.

Me queda lejos aquel 1991, uno no había madurado como aficionado, y sigue sin hacerlo. De aquel entonces dos recuerdos vivos son una media rebozada, espatarrada, volando el capote recogido en la cadera, vestido el torero de blanco y oro con cabos negros. Será muchas cosas César Rincón, también probablemente quien lució los cabos negros mejor que nadie. El otro recuerdo es aquella salida a hombros junto a Ortega Cano una tarde Beneficencia. Luego, no llegábamos entonces, ya las imágenes han refrescado aquella revelación de las distancias. El santo y seña de la tauromaquia que Rincón devolvió e hizo un poco más eterna.



Un antes y un después definitivo fue aquel 7 de junio de 1994. La casta fiera y brava de Bastonito puso a prueba el toreo eterno. La imagen del toro de Ibán herido de muerte, Ricón a merced entre sus pezuñas, es icono de la verdad de la fiesta. "Un toro de casta brava" título Joaquín Vidal.

"Salió un toro de casta brava a eso de las siete y media de la tarde, y eran las tantas de la madrugada cuando aún discutía la afición si mereció la vuelta al ruedo que le dieron las mulillas con todos los honores, bajo una cerrada ovación del público puesto en pie. A ese toro, César Rincón le había cortado una oreja, cuyos merecimientos asimismo se discutían de madrugada, aunque el toro le pegó previamente un volteretón al torero en justa correspondencia, dejándolo herido, maltrecho y sin posibilidad de continuar la lidia.Un toro de casta brava: ¡menudo acontecimiento! Un toro de casta brava como el que saltó al ruedo venteño a eso de las siete y media de la tarde, es la sensación, el acabose, un valor del que apenas quedaba memoria, un tesoro recuperado de lo recóndito, un vendaval de sensaciones llegado de la noche de los tiempos. Embestir el toro de casta brava tan pronto plantó su pezuña en el redondel, y ya vibraba la plaza entera, reviviendo aquel estremecimiento singular y aquella emoción intensa que conformaban el ambiente habitual de las corridas de toros en todas las épocas, creando una afición numerosa, fiel y apasionada por esta fiesta exclusiva llamada del arte y del valor.

El toro de casta necesitaba, naturalmente, un torero en plaza, y lo hubo en la corrida ferial. Fue César Rincón, que le presentó pelea con el ardor y la entrega propios de un novillero principiante. Tiene mérito: quien ha cimentado fama y fortuna y está catalogado figura indiscutible del toreo, peleando corajudo con el toro de casta indómita, afanándose en la cercanía de sus pitones, intentando embarcarlo en la muleta del arte con serio riesgo de cogida, trastabillando cuando la fiera codicia del toro desbordaba el arte, la muleta y hasta el artista muletero..."

Aquel colombiano de infancia difícil, que tomó de la alternativa en su Bogotá de manos de Antoñete, y que se apellidaba Rincón, se erigió en ‘César’ universal del toreo. De Madrid al cielo, pasando por Francia y la América taurina. En mi Valencia, una de las plazas que le dio una de sus primeras oportunidades previa al estallido en el mayo del 91, lo vi ya en figura por primera vez en la Feria de Julio de 1993, la víspera del indulto de "Gitanito" de Torrestrella. Era ya figura y por eso se mataba camada y media de la ganadería de Victoriano del Río. Pasado el tiempo, en madurez y tras pasar el quinario de la enfermedad, construyó una de sus cumbres un 20 de julio de 2005. Había toros de El Pilar, El Cid ya había firmado su triunfo, al que luego se apuntaría El Juli. Fue una tarde para la historia en gran parte por César Rincón: lección de valor y torería.

"La tarde después del acontecimiento tenía que reinventarse, no cabían las medias tintas. “Dulcero” hacía cuarto. Serio, ensillado y veleto; mansón, no sacó fijeza y se movía en su encaste, a arreones. Comenzó a vibrar, y Rincón se fajó. Doblones por debajo de poder. Las primeras series consistían en aguantar la tromba. Largo, de viaje eterno, la muleta se la merendaba. Sería la tercera o cuarta serie, qué mas dará, Rincón adelanta la diestra con el toro a varios metros, cita y pronto el toro, le cuaja un serie enorme de temple y verdad. De mando y mano baja. Era para salir contoneándose de placer. Pero el manso que se ve le había jurado entre algún trago de albero, se le arrancó por la espalda, dándole un tremendo volteretón.

Pasaron varios minutos para que César volviese en sí. Cuando lo hizo, transfigurado y más torero que nunca, sin poder ni andar, lo citó con la diestra al tal “Dulcero” desde veinte metros en el mismo centro del platillo, el toro se arrancó, y le propinó el toreo más obligado, más poderoso, más bello, más necesario y más auténtico que en mucho tiempo se haya visto. La mano abajo, soterrada, la suerte cargada y largo el dibujo, el riesgo auténtico y el arte verdadero. Enorme: la épica e
ra arte. Lo volvió a repetir. Vaciaba las series con de pechos obligados por cojones. Y mató, no había más remedio, a la antigua recibiendo por que era incapaz de dar un paso y el toro tenía, aunque mansón, casta de sobra para tragarse el estoque. César Rincón tocaba el cielo y emocionaba a propios y extraños, y de paso hacía historia. Dos orejas."

La última vez que le vi fue en la pasada Aste Nagusia de Bilbao. Le costó, pero acabó sacando la raza que le encumbró, su personalidad. Porque si Rincón, además de por recuperar la tauromaquia de las distancias, se ha destacado por algo es por su honestidad, brutal
como decía Calamaro. En los momentos malos, cuando no estuvo bien, y cuando desbordaba de valor ante los retos de la bravura.

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